LA BH
Tu primo tenía una. Tu vecino tenía una. Tu compañero de pupitre tenía una. Hasta los de Verano Azul tenían una. Y tú no querías ser menos. Bueno, si hasta Zipi y Zape andaban siempre a vueltas con las sendas bicicletas que su padre les iba a comprar cuando aprobasen los exámenes…
Cosa que no pasaba nunca.
Por el caso es que era el objeto más deseado de todos los niños y niñas de aquella España de televisión en blanco y negro.
La BH.
No sé si porque era la única, porque era la más asequible o porque era la que tenía todo el mundo, pero no había peque que la olvidase cada año en su carta los Magos de Oriente hasta que por fin llegaba. Hecho que, por otra parte, a menudo no se daba tras el primer intento.
Y luego que no creáis que la economía setentera soportaba una bici por vástago. Ni hablar. Compraban una para todos los hermanos y el que más la usaba era el que más gordas repartía las hostias. Porque entonces la cosa funcionaba así. El hermano matón se hacía con el control del velocípedo y los otros sólo podían disfrutarlo por turnos (establecidos en base a idéntico criterio de selección) cuando este se lo permitía. De modo que, en la mayoría de las ocasiones, no tenías opción a instalar los ruedines y habías de aprender a dos ruedas, frenando con los pies y pegándote unas toñas cósmicas.
Además de sufrir la bronca y el bofetón de tu madre cuando llegabas a casa con la rodilla en carne viva.
La BH era un vehículo de larga duración. Un objeto que se cuidaba y se reparaba cuando tenía una avería. De hecho, en Tudela había al menos un par de talleres se ocupaban de ello en los que dejabas a tu bici en cuarentena para pasar unos cuantos días arrastrando los pies como alma en pena hasta que te era devuelta en perfectas condiciones. Entonces no existían las lámparas autónomas que se cargan con el USB y si necesitabas alumbrarte por la noche había que darles duro a los pedales para activar la dinamo que alimentaba las luces de posición. Que si ya te pillaba en una cuesta arriba tenías dos: opciones o pedalear a oscuras o llegar a la cima con la lengua fuera. Y en cuanto al timbre, era mecánico y su funcionamiento quedaba al descubierto al levantar la tapa superior de la cajita.
Se les podía colocar entre los manillares una cesta que amenazaba un poco el equilibrio según lo que metieras pero que te permitía transportar elementos más voluminosos de los que admitía la parrilla posterior. Y diré, para apoyar esa yayuna teoría de que antes las cosas se hacían mejor, que las cámaras de la BH no se pinchaban aunque rodases sobre la cama de un fakir. Y que pobre de ti si la heredabas de alguien que no tuviera tu misma estatura porque accionar después de mucho tiempo las palancas para elevar o bajar el sillín y el manillar requería de la ayuda de Terence Hill y Bud Spencer.
Luego ya llegó la mariconada esa de las mountain bike y las anticuadas y sufridas BH fueron poco a poco siendo relegadas a la labor de medios de locomoción del agüelo que va al campo a por verdura. Y es por ello que, ocasionalmente, cuando te tropiezas, como me acaba de pasar a mí, con alguno de estos dinosaurios rodantes, detienes el paso, te quedas contemplando esa reliquia y te vienen a la memoria de inmediato los Chiripitifláuticos los bocatas de Nocilla y los siniestros vuelos de la zapatilla de tu madre.
La vida, oiga…
#SafeCreative Mina Cb
Cuentos, poemas, historias... Soy Inma y os propongo que hagamos un club de cuentistas. Con imaginación. Con ilusión. Con esperanza. Un club donde pasar el tiempo, donde evadirse... Donde jugar a ser otro.
viernes, 19 de diciembre de 2025
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