miércoles, 12 de julio de 2023


 

PEGATINAS DE FRUTA

Pongamos que se llamaba Serafín y que era artista. Coincidimos en un recital donde él tocaba y yo leía y el flechazo, como en la canción de Mecano, fue instantáneo. A partir de esa noche a empezó a mandarme audios por telegram a todas horas. Porque él, fiel a su cualidad de ser distinto, consideraba el whatsapp una vulgaridad, además de una forma de colonialismo. Habíamos hablado de tomarnos el asunto con calma pero no fue así. Y desde luego que yo no fui la responsable. Pero era tan meloso, me decía cosas bonitas y me hablaba de la suerte que habíamos tenido en encontrarnos; tanta que le había hecho recuperar la ilusión por el amor. Y que me iba a querer y a cuidar. Y para siempre. Y al final de cada mensaje me llamaba guapa y me repetía que me quería… Y claro, tanto insistió que yo me lo tragué. Bajé la guardia y me enamoré como una gilipollas.
Nos vimos, también como en la canción de Mecano, tres o cuatro veces. No daba para mucho más porque al vivir en localidades diferentes sólo hacíamos planes los fines de semana, cada uno en una casa. Aquel último encuentro se produjo en la suya. Por cierto, que antes se me ha olvidado mencionar un importante detalle, y es que Serafín pasaba hablando (de sí mismo) todo el tiempo que no invertía en estudiar o en tocar la guitarra. Y esa característica es importante para entender lo que relataré a continuación.

Estábamos, como ya he dicho, en su casa. Era domingo y terminaba el fin de semana. Habíamos acabado de a cenar y tocaba sobremesa en la cocina. Él hablaba. Todo el tiempo y de personas a las que yo no conocía. Había intentado, como muchos músicos, la aventura de Madrid, que no le salió muy allá, y le gustaba contarme sus historias en la capital. Ya se había dado la misma circunstancia la semana anterior, también en la cocina pero de mi casa. En esa ocasión, y aún teniendo una mesa alta con taburetes, estuve a punto de quedarme dormida con la cabeza apoyada sobre el puño y no exagero. Por tanto me estaba viendo venir algo parecido. En mi cabeza retumbaba su voz mezclada con los nombres de personas cuyas vidas me importaban un carajo y hacía un rato que no les quitaba ojo a las pegatinas de fruta que decoraban una buena parte del alicatado de la pared. Porque Serafín tenía la manía de pegar los adhesivos de la fruta en las baldosas. Que ese detalle ya me tenía que haber puesto un guardia desde el primer día. Pero el amor es lo que tiene y ahí estaba yo, cabeceando sin que él se apercibiera, con una sonrisa amodorrada y deseando que la charla acabaste de una vez, cosa que no parecía ir a suceder en toda la noche y por la cual, y aprovechando un momento en el que el paró para tomar aliento, argumenté, tímida pero firmemente: “¿Sabes? Yo también soy brillante y tengo cosas interesantes que decir”.

A la mañana siguiente me dejó.

#SafeCreative Mina Cb

Moraleja: Desconfiad de quienes amontonen pegatinas de fruta en los azulejos de la cocina.
Esa gente no es normal.

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