martes, 27 de junio de 2023


 

EL BAR ISIDRO

Hace unos cuantos años, en el siglo pasado, el escritor tudelano Jesús Martínez Escalada publicó un par de libros titulados “Historia de las calles de Tudela”, el primero, y “La historia de Tudela contada por sus calles”, el segundo. Era don Jesús un lugareño casta que amaba a su familia y a su pueblo y que gustaba de ir de bar en bar charlando con la gente, motivo por el cual yo siempre he pensado que a esos dos volúmenes les faltó un tercero que llevase por título “La historia de Tudela contada por sus bares” en el que se hablase, por supuesto, del Isidro.

El bar Isidro brotó frente a la catedral, si la memoria no me falla, a principios de la década de los noventa, sumándose a esa nueva corriente de locales que pensaban tanto en la gastronomía como en el beber. Fue en el momento en que el Tubo acababa de ceder el testigo del chiquiteo a la zona de Carnicerías y San Jaime y llegó para hacerle un poco la “competencia” al Rancho Grande, que era el único por aquel entonces que le daba a algo más que a la Gilda y al pincho de tortilla, aunque con una diferencia, y es que el Isidro, un local de dos puertas, era muchísimo más grande y tenía más barra para exponer sus exquisiteces. Claro que si nos ponemos a pensarlo tampoco su oferta era tan convencional para la época. Creo que fueron de los primeros en la zona en trabajar los hojaldres, las tortillas rellenas y algunas otras opciones ciertamente atrevidas para la época. Sin olvidar por ello los calamares, ensaladillas, vinagretas y otros bocados de la carta tradicional.

El Isidro también tenía una cosa buena por sus dimensiones, y es que había muchas mesas y era relativamente fácil encontrar sitio para cenar. Y digo relativamente porque los sábados la cosa se complicaba bastante; tanto que al final era necesario pedir vez como en el médico y aún así de cuando en cuando se montaban trifulcas porque algún gracioso entraba de la calle y se sentaba directamente en la mesa que se acababa de desocupar y que estaba destinada para otros. A mí del Isidro me gustaban sobre todo las alcachofas. Las hacían como nadie. Aunque también se les daban muy bien las cazuelitas, la fritura, los revueltos... Y qué decir de esa carta de bocadillos, que nos salvó la vida tantas noches de fiestas, cuando el estómago no te admite una gota más de alcohol y hay que meter algo sólido para aguantar hasta la madrugada.

El Isidro tenía además un baño grande con una antesala de dimensiones generosas en la que podías entablar conversaciones con la gente mientras dabas saltitos con las manos sobre la vejiga. Y luego la plantilla, que de nada sirven los buenos alimentos si no te los dispensan con amabilidad. Recuerdo al personal de cocina saliendo a la barra a tomar un poco el aire, el trajín de la ventanilla por la que se deslizaban los platos y a la jefa siempre con esa sonrisa de quien acaba de enterarse de que le ha tocado el Gordo de la lotería. Y a Pedro y a Patricia, y al yerno andaluz, que a mil años que viva en la Ribera nunca perderá el acento. Y a los camareros del Bilbao yendo y viniendo delante de toda esa serie de reliquias del Athletic que adornaban el bar. Y las bullas de los días de partido. Y el gesto del dueño cuando entrábamos, según el número de personas que fuéramos, señalando con los dedos hacia el tirador la cantidad para ponernos los zuritos. Porque no hay tabernero con solera que no haga ese gesto al cliente al verlo entrar.

Una trayectoria, en fin, que se inició cuando todavía se podía fumar en los bares y terminó con la pandémica necesidad de colocar una terraza ante la fachada de la catedral. Toda una historia que quedará ligada para siempre al recuerdo de una época, en la que si nos íbamos del bar y nos faltaba alguien, le dejábamos recado al camarero (“si aparece Fulanito dile que vamos a la Estrella”) porque aún no teníamos whatsapp.

Ni puñetera falta nos hacía.

#SafeCreative Mina Cb

GRACIAS

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