HISTORIA
DE UN BESO
La vio
venir desde bien lejos, y eso que aquella mañana lo llevaban metido en la
burbuja a causa de la ventolera y de ese aguacero intermitente que había
recubierto el plástico de gotitas, que entre eso y el vaho de su propio aliento
iba el pobrecillo más ciego que un pez frito.
Pero la
vio, no obstante. O la olió tal vez… o a lo mejor es que la adivinaba, que la
intuía como los animales del bosque intuyen el incendio y se ponen a salvo de
inmediato. Claro que para él era bastante más difícil: todavía no andaba bien y
además lo llevaban atado a la silleta. Y tampoco sabía hablar, con lo cual no
podía decirle a su madre que diera media vuelta antes de que ella, que no los
había visto todavía, pudiera descubrirlos.
Se
ocultó como pudo. Deslizó el gorro hasta debajo de los ojos, se embozó tras la
bufanda y se incrustó bien la capucha en las mejillas. Lo hizo todo por
instinto, sin pensarlo, mientras iba notando cómo el taconeo se aproximaba,
aceleradamente, y un espantoso grito rasgaba la hermética paz de su burbuja. La
intrusa desenganchó los cierres y abrió la protección, arrancándole
el gorro y la capucha de un certero y amoroso zarpazo para después pellizcarle los
helados mofletes gritándole, como una grulla:
“¿Quién te quiere a tíííííí?”
“¿Quién te quiere a tíííííí?”
El
pequeño rompió a llorar con desespero, azotado su rostro por el viento y la
llovizna, mientras su madre le despojaba de la bufanda al tiempo que de la
dignidad para obligarle, eso sí, armada de la más dulce de las sonrisas, a
depositar un beso en la mejilla de la tipeja aquélla, que siempre le acababa
llenando de babas la nariz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario