sábado, 2 de noviembre de 2019




EL MARAVILLAS
(LA CHAMPA)

Yo no tenía ni de lejos la edad suficiente como para beber alcohol cuando lo abrieron pero daba igual, porque el carné solo lo pedían en Cocorico y de ciento a viento nada más. De modo que me planté con mi cuadrilla en la inauguración, donde sirvieron un champán infame que igual no era como para ponerlo en una boda pija pero que, sumado a las Voll Damm que ya llevábamos encima, emborrachaba, que era de lo que se trataba en esos años. Creo recordar que el garito tenía un suelo claro que siempre estaba empapado, como el de las sidrerías asturianas, y que emitía por ello y casi de continuo un olor característico que te colocaba nada más entrar. El local, alumbrado por unos faroles de forja, era más largo que ancho, con taburetes altos y una barra de pie estucado y en forma de ele que arrancaba frente a la puerta y tras la cual estaba el botellero, compuesto por dos baldas sostenidas por unas escuadras de madera. El baño se hallaba al fondo, y a la derecha, a modo de mesitas, había unas barricas chatas que resonaban estrepitosamente al ser golpeadas durante el juego de los dados. De hecho, yo no sé las horas de mi adolescencia que pude echar allí jugando al mentiroso con la pandilla de tahúres con la que entonces iba. Nunca en la vida me gustó mentir pero confieso que entonces lo hacía sin ningún rubor y con bastante maestría, porque las timbas acababan con un alboroto de voces y blasfemias que casi pasó a un segundo plano cuando la moda del billar se impuso y colocaron una mesa al lado de la puerta que nos obligaba a picar las bolas desde abajo por la falta de espacio y a tener que hacer ejercicios de contorsionismo para acceder a la máquina de tabaco, que estaba justo detrás y junto al cuadro mironiano.

El bar lo regentaba un matrimonio de cuyos nombres no me acuerdo con exactitud pero que creo que eran Juan y Merche. A quienes sí recuerdo es al desaparecido Juancho y a Mayte, por entonces dos mocos vestidos de negro hasta el tupé, flacos como fideos y jevis de los de cagar cadenas, que andaban casi siempre echando una mano tras la barra y dando caña al equipo de música que no sé cómo aguantaba el pobre tanto decibelio. Tenía gracia, porque justo en frente estaba el Parrys, ese garito postmderno frecuentado por gente de pelaje extraño que se daba un poco de morros con la clientela metalera de la Champa. Pero algunos, los que no teníamos escrúpulos ni practicábamos militancia alguna, pasábamos del uno al otro sin mayor problema. Porque a esas edades, con ruido y con cerveza teníamos más que suficiente.

Era, pues, la clientela de la Champa, muy de los Maiden y de Barón Rojo. Había chupas negras y melenas. Y vaqueros raídos por el uso y no por los lavados a la piedra como ahora; prendas que habían sobrevivido a mil batallas y que no te quitabas ni para dormir, no fuera a ser que tu vieja las pillase por banda y las echase al cubo de la ropa sucia. O aún peor; a la basura. Se fumaba, y mucho, y el suelo estaba lleno de colillas mojadas cuya ceniza se diluía entre los restos del champán. La gente hablaba a gritos y, al llegar el buen tiempo, el alféizar exterior del enorme escaparate de cristal se convertía en asiento de peludos que, caña en mano, liaban discretamente lo que buenamente podían permitirse. Eran los años en que estábamos a punto de descubrirlo todo y aún no se conocían los efectos de la heroína, esa novia posesiva que atrapó entre sus garras a no pocos de los chicos que un día soñaron, refugiados entre esas cuatro paredes, en emular a Angus Young tocando el "Highway to Hell" desde la enorme pantalla del vídeo, y que acabó por convertir ese lugar en un local desangelado y triste en el que poca gente se atrevía a entrar y en el que apenas se escuchaban ya los petardeos de las botellas de cava al descorcharse o el alborotado sonido de las bolas de billar y los dados rebotando sobre las mesas de madera.

#SafeCreative Mina Cb
En memoria de Juantxo. 

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