lunes, 7 de noviembre de 2016

 


 ÉRANSE UNA VEZ LOS DISCOS DE VINILO

Había que arañar dinero de la paga durante meses para poder comprar un disco. Y luego corrías el riesgo de que las únicas canciones decentes fueran las dos o tres que pinchaban en la radio.
Pero una vez que lo habías comprado, que lo tenías en la bolsa, que lo llevabas a tu casa, nada ni nadie podía arrancar de tu corazón a ese trozo de vinilo. Aunque fuera el peñazo más grande del mundo jamás te desprenderías de él. Porque en los 80 había dos tipos de gilipollas: los que prestaban discos y los que los devolvían.

Y es que comprarse un disco era un ritual comparable, qué se yo, a fumarse un porro o a perder la virginidad; quiero decir que no era como hoy, un aquí te pillo aquí te mato, enchufo el ordenata y de doy al download y mientras tanto me preparo un bocata calamares.
No.
Comprar un disco era un acto premeditado; era como ligar, que le echabas el ojo al tío, después lo tanteabas y por fin, cuando conseguías quedar con él, te tirabas tres horas en el baño con el secador arreglándote el flequillo para que luego lloviera y el tío resultase ser un mamarracho impresentable.

Antes de decidirte a comprar el disco tenías que haber escuchado algunas canciones por la radio, por los bares… y que te gustaran. Pero eso no era suficiente; el disco tenía que venir avalado por alguna revista de prestigio o bien haber caído en manos de un conocido que te dijera que realmente valía la pena la inversión.
Porque los discos, por mucho que a la SGAE le joda reconocerlo, antes del download valían una pasta.

El caso es que una vez decidida te presentabas en la tienda, ojeabas bien las estanterías e ibas pasando uno a uno, como las páginas de un libro de magia, todos los discos de la sección. Te fijabas en varios; te hubieras llevado hasta los pósters de las paredes. De hecho, si simplemente llevabas dinero y ninguna idea en concreto, una tienda de discos podía ser el equivalente a los actuales parques temáticos: por el precio de la entrada (esto es, del LP que al fin ibas a comprar), podías pasar el día entero mirando, disfrutando, tocando y escuchando. Porque en algunos sitios hasta te pinchaban pedacitos de canciones.
Al fin, una vez decidido en qué invertías tus ahorros del trimestre, el dependiente te colocaba una pegatina sobre la portada (discos Vellido en mi caso) y esa denominación de origen acompañaba a la carátula hasta el fin de sus días. De hecho, yo creo que el adhesivo era el mismo que se utiliza para el teflón de las sartenes, porque en más de una ocasión el disco se hallaba absolutamente rayado y la carpeta medio descuartizada y sin embargo la pegatina de discos Vellido seguía ahí, dorada, nítida y resplandeciente como el primer día. Y salías de la tienda balanceando tu bolsa, despacio, paseándote por todo para que te vieran. Porque las bolsas de las tiendas de discos dotaban de un halo especial a aquéllos que las portaban. De hecho, con ellas pasaba como con las pegatinas; existía una resistencia natural a deshacerse de las mismas; se atrincheraban en los armarios y nunca las utilizabas para otra cosa que no fuera transportar discos, como si el hecho de meter en ellas cualquier otro objeto, como por ejemplo un puñado de melocotones, fuera un sacrilegio que pudiera despojarlas de ese aura mística e intelectual.

Pero como en todas las grandes citas, lo mejor estaba todavía por llegar. Y ésto era el momento de llevarte el disco a tu habitación, sacarlo de la bolsa y mirarlo con deseo… Para después esconderlo y esperar al momento oportuno.

Y finalmente, cuando todos se iban entrabas a tu cuarto, cogías la bolsa y, con sumo cuidado, extraías de su interior la carpeta. La mirabas con deseo, recorrías con tus ojos cada rincón de la misma; la acariciabas con las yemas de los dedos, sintiendo el tacto del celofán que la envolvía y que retirabas a continuación para tocar con deleite el cartón satinado, ahuecándolo al tiempo que ladeabas ligeramente el envase a fin de que el disco se deslizara hacia afuera suave, lentamente, envuelto todavía en otra funda que retirabas con extraordinaria precaución al tiempo que formabas un ángulo recto con los dedos índice y meñique, la cavidad perfecta para albergar el diámetro del oscuro vinilo, que dejabas caer amorosamente sobre la superficie estriada del plato. Era el momento cumbre; con extrema delicadeza dirigías la manilla desde su posición inicial hasta justo encima del primero de los surcos del vinilo, la dejabas caer con suavidad….

Y el disco sonaba para ti….
Por primera vez.

#SafeCreative Mina Cb
(Extraído del blog "Bridget Jones era anglosajona y, además, de mentira")

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