lunes, 3 de junio de 2013




REGRESO AL PASADO
 
Eran apenas dos chiquillos cuando sus miradas se cruzaron por primera vez, anunciándole que su vida estaba a punto de cambiar. Él la invitó a bailar y ella dijo que sí, el corazón alborotado, y se dejó estrechar entre sus brazos, apoyando en su pecho la cabeza y sintiendo cómo las notas de “The river” invadían su cerebro asociadas al olor de la pólvora de los cohetes, al ruido de la feria y al perfume de la piel de ambos mezclándose con su sudor y con ciertos efluvios hormonales.
Acabó la fiesta y él la acompañó hasta casa, tomándola tímidamente de la mano, los dos en silencio, mirando al suelo y sin saber qué decir. Ella le pidió que no la llevara hasta la puerta, le daba miedo que su madre, que no la dejaba andar con chicos, pudiera verlos, por lo que se dijeron adiós delante del portal de una calle vecina. Él vivía lejos, a más de trescientos kilómetros, pero le prometió que la llamaría cada día y que iría a visitarla con frecuencia. E inmediatamente después se besaron larga y dulcemente, ella apoyada contra la puerta de madera, él sobre ella, protegiéndola de miradas indiscretas. Antes de marcharse, él le entregó su pañuelo y ella cortó con los dedos una flor rosa que crecía junto al muro y se la ofreció, pidiéndole que la guardase hasta el momento en que se vieran de nuevo.
 
Jamás volvió a saber de él y pese a ello nunca dejó de esperar su vuelta. No hubo más hombres en su vida, no se casó ni quiso conocer a nadie. Eso no significa que fuera desgraciada. Simplemente decidió que ignorar el amor era menos doloroso que sufrirlo. Buscó un trabajo lejos y se fue del pueblo. Regresó para la feria veinte  años más tarde y una amiga le dijo que un tipo había estado preguntando por ella; incluso había intentado hablar con sus padres pero éstos no habían querido recibirle.
 
Las piernas le temblaban cuando llegó al portal. Las mismas flores crecían ante la puerta de la casa aún abandonada. Acarició con los dedos la astillada madera, áspera y despintada, mientras su mente proyectaba como en un cine de barrio las imágenes de aquella noche inolvidable. Ya estaba a punto de marcharse cuando reparó en una cifra grabada en el marco con un objeto punzante: un número de nueve cifras.
No se atrevió a llamar. Capturó con su móvil la imagen de las flores ante la puerta y la envió. Unos segundos más tarde recibió la instantánea de los marchitos pétalos que ella había depositado en las manos de él, más de veinte años atrás.
 
Y a continuación el teléfono sonó.

 

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