miércoles, 12 de junio de 2013



EL BAILARÍN
 
Nos encontramos por primera vez en alguno de los actos que menudeaban a lo largo del inicio de los ochenta, la década prodigiosa en que veníamos de inventar la libertad y las viejas prohibiciones habían caído sin dar aún lugar a que se dictasen las que las sucedieron.
 
Me sorprendieron su simpatía, su abertura de mente y esa mal disimulada pluma que su raza había tenido a bien admitirle un tanto a medias debido sobre todo a su genialidad. Dicen que su timidez se fundía al subir  al escenario, que era un bailarín de una sensibilidad extraordinaria al tiempo que un modestísimo y excelente profesor de flamenco.
 
Hablábamos en aquellas tertulias de medio artistas de los sueños de cada cual: todos queríamos irnos al Sur, que hacía más calor y estaban el Mediterráneo, la Alhambra y el teatro de Mérida. Y toda la magia de un pasado más romántico que el del adusto Norte.
 

Se fueron esos tiempos de quimeras y nos sumergimos todos en la triste y prosaica realidad; algunos de aquellos lunáticos tertulianos partieron en busca de sus sueños, otros nos mantuvimos unidos por un tiempo y los más se sumergieron en la vorágine de sus carreras, sus familias y sus segundas viviendas en la playa.
 
Hace algún tiempo lo vi. Lo hacía lejos; pensé que había sido de los afortunados que escaparon al marasmo de este pueblo con ínfulas de cuidad, de aquellos a quienes sus ilusiones nunca abandonaron. Nos cruzamos cara a cara en una calle estrecha. Lo saludé tímidamente y él me respondió con una triste sonrisa desvaída. Caminaba apoyado en dos muletas, pegado a la pared, calculando trabajosamente cada paso, un pie y el otro y a un tiempo los bastones… los brazos… el cuerpo basculando torpemente.
 
Y me cagué un millón de veces en el destino, o en la providencia, o en el todopoderoso, o en aquél o aquéllo que había rellenado de plomo las suelas de ese hombre que un día tuvo alas en los pies.


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