domingo, 5 de mayo de 2013




LA NIÑA Y LA MUJER DEL MOÑO
(MAMÁ)
 
A mí aquel día me temblaba todo. Y es que, que te metieran en el despacho del director con nueve años y el caudillo aún con sus posaderas bien asentadas en el Pardo era para un niño un marrón de mil pares de narices.
 
La profesora era una mujer muy religiosa (como todas las de la época) y un tanto repipi que no me soportaba porque yo, por aquel entonces, me pasaba el día con el dedo en la nariz. Además, me había sorprendido escribiendo obras de teatro para las vecinitas en plena clase de mates (textos que, por cierto, me requisó y de los que nunca más se supo) y me había prohibido intervenir en la representación teatral navideña bajo la burda excusa de que “era muy bajita y no tenía voz”.
Vamos, que la Rotenmeier aquella me tenía ganas.
De modo que le faltó el tiempo para, en la primera ocasión que tuvo, montarme un consejo de guerra en el despacho del director, con el que por cierto estaba casada, para el que había requerido la presencia de mi madre, que era una señora con moño que nos lanzaba frecuentemente la zapatilla cuando hacíamos cualquier barrabasada.
 
Es fácil, pues, imaginar, que ante tan sombrío panorama yo me veía castigada sin paga, sin “Un, dos, tres” y sin “Estudio Uno” hasta el final de mis días. El delito de que se me acusaba era el de no haber escrito doscientas veces “No hablaré en clase”. Y además con el agravante de la reincidencia, puesto que el castigo inicial se había duplicado porque yo había perdido las primeras cien veces con que había sido penalizada y no las entregué a la señorita, que lejos de dar crédito a mis explicaciones, me castigó a repetirlo por duplicado. Y fue peor el remedio que la enfermedad, porque cuando llegó mi madre a casa y me pilló escribiendo de nuevo, me cayó una bronca del quince que aguanté estoicamente hasta que se le pasó el rebote y me dejó contar mi versión de los hechos, oída la cual me prohibió repetir el castigo. Yo lloré e imploré porque sabía que si no entregaba esas frases me iba a caer la gorda.
 
Pero mi madre es terca como una mula. Y gracias a su testarudez me encontraba yo en esa tesitura, metida en aquel cuartucho forrado de libros, con la mirada fija en mis rodillas que temblaban bajo la faldita escocesa, incapaz de levantar la vista, apabullada por la presencia de la máxima autoridad: el director.
La profesora me acusó de parlanchina por motivar el castigo, de desobediente por no cumplirlo y de embustera por atreverme a mentirle. Mi madre se acuclilló delante de mí y yo sentí cómo mis rodillas estaban a punto de dejar de sostenerme. Ella, lejos de su severidad habitual cuando me pillaba en alguna pifia, me preguntó serenamente, sin dejar de mirarme a los ojos:
“Hija, ¿es verdad que perdiste el castigo?”
Yo no soy capaz de recordar si aún lloraba. Pero me acuerdo perfectamente de que dije “Sí” al instante y sin la menor vacilación.
La mujer del moño y la zapatilla, sin estudios y sin más formación que la que aporta el abandono del hogar paterno con catorce años para ponerse a servir en una casa de ricos, miró de frente a la omnisciente profesora y le dijo: “Sepa usted que mi hija nunca miente. Lo ha aprendido de mí. Y no se moleste en volver a aplicarle el castigo. No lo va a cumplir”
 
A continuación me tomó de la mano y salimos las dos del despacho, con la cabeza bien alta, yo mirando hacia arriba, orgullosa y realmente consciente, por primera vez en mi vida, de la suerte de ser la hija de aquella señora tan especial y tan valiente.

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