lunes, 15 de abril de 2013



MESA PARA CUATRO
 
Llegaron a la cita con un poco de adelanto. Ella se había probado mil vestidos, ensayando ante el espejo y ante los hechizados ojos de él, que la miraba embelesado, su cabeza entrando y saliendo entre las ropas, sus esbeltos brazos elevándose y bajándose de nuevo.
Se habían enamorado nada más verse. Ambos tenían una dilatada experiencia en desengaños y al poco de empezar a conocerse se dieron cuanta de que la búsqueda había terminado. De que estaban, al fin y para siempre, delante de aquél que les había sido destinado para pasar a su lado el resto de la vida.
 
Ella, lo sabía bien, sería observada con lupa aquella noche, de ahí su interés por el avío personal. La alargada sombra de la anterior compañera planearía durante meses sobre ella, y las comparaciones serían inevitables.
 
Ellos, los anfitriones, tenían una casa monísima, de dos plantas y decorada con gusto y con dinero. En la mesa, bandejas de canapés, ensaladas exóticas, pastelillos salados y una botella de buen rioja. Nada de vulgaridades como chorizo, huevos duros o tortilla de patata.
 
Se dieron cuenta desde el primer momento de que algo no marchaba bien. Pese al ramo de flores con la tarjeta de “Te quiero” bien visible que reposaba en un rincón (acababa de pasar san Valentín), apenas se miraban a la cara. Toda su conversación se resumía a un “Pásame el vino, por favor”, “¿Tienes un cigarrillo?” o “Sí, yo también quiero ensalada”. Parecían aliviados de tener con quien hablar, de disfrutar de aquella tregua que les permitía, sólo por unas horas, simular que su vida era normal, que eran capaces de mantener una conversación civilizada, que aún podían, quién sabe, resolver sus diferencias y volver al punto de partida, al momento en que se miraban como ahora mismo lo hacían ellos, sus amigos.
 
Estalló al fin la discusión, inevitablemente y por una tontería. Consiguieron controlarse un poco para no arruinar del todo la velada hasta que finalmente, los invitados dijeron que se estaba haciendo demasiado tarde, se levantaron y se despidieron cortésmente, traspasando el umbral y atravesando el bello jardín tomados de la mano, silenciosos e invadidos por el enorme sentimiento de culpabilidad que les causaba, en ese momento, el hecho de quererse tanto.
 

 

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